A mi amiga, Anaclara Pugliese,
por su picardía y entusiasmo.
Cero
“Un mito es un mito cuando es más importante lo que los demás ven desde ese mito que su historia real. Un mito es un mito cuando su lectura nos permite ser extranjeros de nosotros mismos”. Con esa frase, una maestra de escritura con la que tomé clases algunos años, terminaba su taller intensivo
sobre mitología griega. Un faro es una torre que se eleva en tierra firme, se utiliza como referencia para navegantes, y que tiene un código denominado luz característica que permite identificar la posición del barco y los posibles obstáculos que se pueden encontrar en el agua. Esa cita será la luz característica expulsada por el faro que guía este texto, el texto será nuestro barco, nosotros sus navegantes.
Uno
Entre el río Paraná y la llanura pampeana, el rumor mercantil se expandía por el mundo: en Rosario había trabajo, había paz, había libertad, había futuro. Era el comienzo del siglo XX. Las guerras, las hambrunas y las pestes que azotaban al continente europeo se transformaban en miles de inmigrantes que llegaban a la ciudad con sus familias, sus valijas, sus historias, sus ideologías, sus lenguas, sus creencias, sus antepasados, llegaban buscando un presente más allá de la muerte que su lugar de origen les podía proponer, con la ilusión del progreso por mano propia, esa fe que la modernidad se encargó de construir y destruir en menos de un siglo, inmigrantes que llegaban sin saber muy bien a dónde, pero llegaban.
Entre 1880 y 1930 se calcula que bajaron de los barcos casi seis millones de europeos en Argentina. En esta zona, la gran mayoría fueron italianos, españoles, polacos y alemanes. Esa población, se asentó en distintas zonas cercanas al río Paraná y, en torno al trabajo y sus identidades previas, construyeron de forma rapsódica, las comunidades que habitaron esta ciudad. Cada una de estas corrientes migratorias tenían sus propias formas de entender el mundo, formas distintas entre ellas, formas que se potenciaban, formas que chocaban con la de los criollos de primera generación que ya poblaban este lugar.
Era el año 1924 y Calixto Lassaga, criollo nacido en estas tierras, abogado, político, profesor, historiador y concejal de la ciudad de Rosario, tomó, junto a otras figuras del poder, la decisión de transformar una historia (mitad crónica y mitad leyenda) en una verdad de Estado. El relato decía que en el año 1725, Francisco de Godoy condujo a un grupo de calchaquíes perseguido por un grupo de guaycurúes hasta lo que hoy sería el este de la ciudad, que allí se asentaron y que ese, relato oral sin respaldo archivístico, sería el origen de la ciudad. La situación generó polémica y varios intelectuales denunciaron esta decisión como arbitraria pero lo cierto es que la cronología calzaba perfecta para construir una fecha circular para el año siguiente. Rosario cumpliría su bicentenario y un festejo canónico sería una parte fundamental del proceso de formación de la identidad regional (con sentido nacional y americanista) que se venía imponiendo en esta zona.
Esa fue una de las causas urgentes de este gran festejo organizado por el Estado, la Iglesia y las familias de la aristocracia del momento, donde se buscó fundar una tradición sobre un pueblo heterodoxo todavía en constitución. El conflicto de esta festividad, diagramada de arriba hacia abajo, fue que buscaba borrar la diferencia de las distintas tradiciones que construían la identidad plural de la ciudad. Los poderes fácticos querían transformar en unidad eso que era múltiple y hacía de Rosario una verdadera potencia. El anarquismo, el socialismo, el comunismo, el laicismo, y demás ismos que habían traído los inmigrantes y la mano de obra calificada que construyeron el movimiento obrero de la ciudad, eran un peligro inminente para el orden público.
El conflicto no fue la verosimilitud ilustrada del relato sobre Francisco de Godoy, sino las otras intenciones que impulsaban el festejo. En 1925 el presidente argentino era Marcelo Torcuato Alvear y su presencia fue clave en los festejos. Cuando asumió como presidente su mandato representaba un continuum yrigoyenista, pero debido a sus alianzas para llegar al poder, su gobierno radical se transformó en un proyecto conservador y elitista. Argentina venía de sus primeras huelgas y levantamientos obreros, el clima época crecía en tensión y la represión a estos conflictos fue brutal. En 1919 (la Patagonia rebelde) y en 1921 (la Semana trágica) fueron asesinados por distintas facciones del ejército y la policía más de dos mil personas. Estos hechos no fueron casos aislados y Rosario fue protagonista de grandes huelgas, agitaciones y actos vandálicos a distintas instituciones.
Aunque esa ebullición no fue la que caracterizó el año específico del bicentenario, es desde ahí donde pueden rastrearse ciertas preocupaciones. Después de la salida de la crisis de la Primera Guerra Mundial, la historia de la ciudad coincide con un período de bonanza. Los trabajadores pudieron construir sus casas, poblar distintos barrios, ver crecer el transporte urbano, la imprenta, los diarios y las revistas, como también arraigarse a la práctica deportiva, en especial al fútbol, que cobró un papel fundamental. Para el poder de turno, esos factores modernos no alcanzaban para construir la identidad de ciudad en un lugar que, para ese entonces, contaba con más de 400.000 habitantes, de los cuales el 47% eran extranjeros.
Roland Barthes en su libro Mitologías dijo muchas cosas sobre los mitos, pero hay dos que son muy lindas: por un lado que “el mito depende del contexto en el que existe” y por el otro que “el mito, creado por personas, puede modificarse o destruirse fácilmente”. Es importante entender el contexto donde surge la búsqueda de la transformación del mito de Francisco de Godoy como verdad de Estado mientras se rastrean los intereses de las personas que lo retomaron y pusieron ahí. Discutir sobre la verdad o la mentira de un relato, buscar quién tiene razón sobre la fecha exacta de la fundación de una ciudad, es detenerse en lo nimio, y no porque lo nimio no importe, sino porque la importancia de un mito reside en su valor para ordenar la historia pero también en cómo la ordena: el mito transforma la cultura en naturaleza, transforma lo hecho en algo dado, lo complejo en lo simple, borra la historia singular de los pueblos y erosiona su vida política.
Dos
A diferencia de otras grandes ciudades de Argentina, fundadas por españoles a principios del siglo XVI, Rosario se desarrolló desde una población chiquita alrededor de una capilla, que recién a comienzos del siglo XIX, cuando la zona se consolidó como puerto y lugar de paso de mercadería entre el interior y Buenos Aires, comenzó su crecimiento urbanístico. Este otro mito de un origen sin origen, de una fundación sin fundación, de un lugar nacido por el comercio y para el trabajo, es el que choca con la ficción que se buscó imponer en 1925, y que ahora, cien años después, vuelve a cobrar protagonismo. Rosario es una ciudad que no fue diagramada y, por eso, el caos se transformó en su factor ordenador. Si fuese una persona, Rosario sería una ciudad sin infancia, que nació adulta. Única en su estilo pero también con grandes semejanzas con distintas ciudades barrocas latinoamericanas. Un collage insoportable de tradiciones. Rosario es una zona geográfica que se acomoda sobre los vientos y las corrientes de época. Su monumento tiene forma de barco que se mueve y transporta. Rosario es un barco intenso, inestable e irresoluble. Esa tragedia es su virtud, la que la hace un lugar donde cualquier propuesta rígida fracasará no sólo por su propio peso sino por las condiciones donde esta quiere implantarse.
Rosario es una tierra barrosa y arcillosa que se modifica con la fuerza de un río. Una gran barranca que nunca es igual. Rosario es una ciudad de identidad maleable, moldeable, manipulable. Así fue a lo largo de su historia: Rosario la Chicago argentina. Rosario la Barcelona argentina, Rosario la Medellín argentina, Rosario la inserte su ciudad de preferencia identitaria argentina. La ciudad con más templos financieros que religiosos, que se la conoce más por su Bolsa de Comercio que por su Catedral. En ese espejo, sobre esa dualidad, su población construyó la identidad de una ciudad donde la no identidad es su verdadera identidad, donde su modificación geográfica constante, su crisis paranoica existencial litoraleña y su desarraigo por siempre infinito a lo pampeano, la hacen un lugar único e inigualable, que no necesita de un solo mito para saber quién es.
Tres
Es primavera, camino por el Parque Independencia con una mano en el bolsillo del jean. Con la otra sostengo un cigarrillo que acerco y alejo de la boca. De a ratitos es una tarde hermosa. Una mujer se levanta de un banco y se acerca hacia mí. Lleva la cara y la ropa de un siglo atrás. Cuando nos enfrentamos, mira a mis ojos y pregunta dónde queda el zoológico y si tengo un cigarrillo para convidarle. Saco la mano del bolsillo del jean y le extiendo el paquete de Marlboro. Mientras quita uno con sutileza del paquete, aprovecho y le digo: el zoológico cerró hace más de veinte años. Gracias, responde en seco y, como si la respuesta no le incomodara, acerca el cigarrillo ubicado en la boca para que se lo prenda. Inhala, combustiona, larga el humo por su nariz y vuelve al banco a sentarse.
Sigo mi camino. De lapsus, olvidos, incongruencias, pasado, de todo menos de presente, está hecha una ciudad. Pasan un par de minutos y llego hasta las colinitas del Jardín Francés, me siento a ver el atardecer, prendo otro cigarrillo, y no sé por qué recuerdo ese cuento de Saer que leíamos en clave de formación poética, hace años atrás, en la terraza de la casa de calle Balcarce. Había una frase que lo sintetizaba: "una ciudad es una abstracción que nos concedemos para darle un nombre propio a una serie de lugares fragmentarios, inconexos, opacos y la mayor parte del tiempo imaginarios y desiertos de nosotros", entonces una pregunta vuelve: ¿qué nombres tienen los lugares que habitamos, los que hacemos propios, los que nos pertenecen?
Meses después encuentro un libro que tiene la respuesta a esa pregunta que había olvidado. Casi siempre las respuestas las encuentro en palabras de otros, en lo que dicen los demás. Casi siempre las respuestas llegan fuera de tiempo. Hay un ensayo en Un poema pegado en la heladera que se llama Las zonas particulares donde Martín Prieto escribe sobre la relación de ciertos poetas con ciertas ciudades. Lo que estas relaciones permiten, lo que abre un poema cuando se abre. Primero escribe sobre Elvio Gandolfo y el poema que da título al texto y cita: “Cada cual/aunque odie en parte/a la ciudad/o la vea/como un plato hondo/de sopa/chata dilatada calurosa/elige una zona que ama”... “Pienso en la mía/San Martín desde San Lorenzo/al río/Simplemente el paso/por esa calle/el bienestar”. El texto sigue su cauce y avanza con otros poetas, otras ciudades, otros tiempos, pero una pregunta queda ahí: ¿dónde queda el bienestar en una ciudad? Hay tantas ciudades como habitantes de ciudades, hay tantos bienestares como lugares posibles. Una ciudad puede y debe resumirse (una ciudad es un proceso de síntesis) pero también una ciudad es lo único, eso que no puede unificarse porque no hay dos, para Elvio Gandolfo esas cuadras desde San Lorenzo y San Martín hasta el río, en la década del 70’, en una Rosario que sólo existe en el pasado.
La poeta y ensayista platense Anahí Mallol también se pregunta sobre su ciudad, sobre La Plata, sobre cómo apropiarse de lo que supuestamente es de uno, sobre cómo construir un relato donde se respete la singularidad, la historia particular. Enumera de forma errática eso que hace que una ciudad, aunque se la quiera apropiar, siempre se escape: “había otra ciudad/ al borde de ésta una ciudad/ secreta/ o tal vez dos/ al principio cuando construimos/ nuestra cartografía extendimos/ esos mapas y dijimos/ aquí el primer amor/ aquí los compañeros y el estudio/ aquí las fiestas aquí el hijo/ y creímos que así hacíamos/ de tantas ciudades viejas/ una nueva/ espléndida translúcida única/ para nuestro uso exclusivo/ nuestro afán de compartir y convivir/ y sin embargo al poco tiempo/ aquellas pequeñas ciudades perdidas/ comenzaron a colarse o a emitir/ olores sonidos hasta imágenes/ que opacaban la transparencia de nuestra/ felicidad recién inventada/ como una neblina de la mañana/ persistente pegajosa/ en una ciudad/ como cualquier otra”.
Una ciudad es la ciudad que uno se inventa pero también la ciudad que a uno se le impone. En esa transacción hay límites. Una ciudad es una frontera de símbolos y sentidos. Esa es la síntesis o la pregunta: ¿cómo ser feliz en una ciudad a la que llenaron de plata y vaciaron de poder?, ¿cómo festejar los trescientos años de una ciudad desigual en la que casi la mitad de su población está excluida?, ¿qué suenan más fuerte una batería de fuegos artificiales o un disparo que se cuela por la ventana de una casa y entra en la cabeza de un niño de trece años?, ¿será este festejo la repetición de la historia de 1925?, ¿otro símbolo más que busca unificar las diferencias?, ¿entretener en una ciudad injusta?, ¿construir una verdad de Estado desde un Estado en el que se cree cada vez menos?
Se puede escribir desde una idea pero es mejor escribir desde una imagen. Ese es el gesto más rosarino que tiene la escritura, por eso es una ciudad de grandes poetas, cuentistas, novelistas. La histeria como forma de construir la historia. El deseo es del deseo del otro. La ciudad es la ciudad del otro. Entonces, hay un poema titulado Un lugar, en el libro Visión de las ciudades de Gerardo Jorge, que me prestó mi amiga Anaclara, que resume la visión de una ciudad que puede calcarse en todas las ciudades del mundo, ese poema dará fin a este texto, porque una ciudad, una ciudad son los libros que nos prestan las amigas.
Un lugar
De lejos, parece una ciudad pero no es.
Las personas caminan a su ritmo
en distintas direcciones, y entregan
imágenes de un libre albedrío.
Los vendedores hablan y acomodan sus productos
brindándole color a calles y paredes.
y las parejas se besan
en los bancos de los parques,
cuando es la hora en que ya no se trabaja.
Pasa un colectivo. Un perro se zafa
de las ruedas de un auto. Titila una luz.
De lejos, parece una ciudad pero no es.


