MÁS IDENTIDAD, MENOS FUNDADORES, MENOS CENTENARIOS

por Eduardo D'Anna.

MÁS IDENTIDAD, MENOS FUNDADORES, MENOS CENTENARIOS


A menudo me han preguntado, en situaciones públicas o privadas, por la identidad de Rosario. Mi respuesta tiene que ver con las investigaciones que realicé respecto de la literatura de la ciudad, ámbito ciertamente revelador, mucho más revelador que las profusas definiciones surgidas de la intuición, a las que nos tienen acostumbrados ciertos periodistas y/o articulistas.

 

Lo primero que hay que tener en cuenta al hablar de Rosario es su situación anómala en comparación con otras ciudades argentinas. No se trata, contrariamente a lo que piensan muchos, del problema de la ausencia de fundador. La ausencia de fundador no es una anomalía suficiente para explicar la singularidad de Rosario. Unas cuantas ciudades más, Paraná o Ushuaia, por ejemplo, exhiben la misma circunstancia.

 

El proceso de aglutinación poblacional que tuvo lugar a fines del siglo XVIII no es demasiado singular, y resulta perfectamente explicado por las migraciones provenientes de lo que hoy es el centro de la provincia, a causa del aumento de la presión de los malones indígenas. Ello, unido a otros factores menores, determinó la erección de un ámbito urbano en torno a la capilla de la Virgen, en un marco evolutivo nada sorprendente. Y nada sorprendente hubiera sido, entonces, que aquella Capilla del Rosario hubiera crecido como lo hizo Coronda, por ejemplo, hasta ubicarse como una ciudad secundaria en el autónomo estado santafesino.

 

Y esa era, en efecto, la situación en que se encontraba Rosario hacia 1852, cuando Caseros determinó un cambio total de régimen político en la Confederación Argentina. Ese cambio, por sí solo sin embargo, tampoco hubiera sido causa del crecimiento de Rosario hasta alcanzar las dimensiones con que hoy lo conocemos, pero se produjo por entonces la secesión de la provincia de Buenos Aires, cuyas autoridades entraron rápidamente en conflicto con la política de Urquiza, a quien deseaban presionar, restando a su autoridad nada menos que “el puerto” del estado argentino.

 

Resultó, de esta manera, urgente remediar esa situación, dándole a la Confederación un nuevo puerto. Ciertamente, a Urquiza le hubiera convenido que este hubiera estado en Entre Ríos, pero la geografía no contaba con ningún lugar adaptable a esa función. En cambio, en la provincia de Santa Fe, existía aquella pequeña localidad colgada de la barranca, a cuya vera el canal del río pasaba extremadamente cerca, tan cerca, que era posible llegar con mangas sencillas a las bodegas de los barcos, simplemente emplazando la cabecera del conducto en lo alto del promontorio. Era un puerto mejor, sorprendentemente, que el que se había usado siempre, y sólo exigía navegar unos 300 kilómetros aguas arriba.

 

Determinado el punto, era evidente que había que darle a Rosario un status que hasta entonces no poseía. Por cierto, las autoridades santafesinas no estaban entusiasmadas con el arreglo, preveían dificultades. Pero Urquiza era el jefe, y su idea prevaleció: Rosario fue declarada ciudad, se le proveyó de justicia letrada y de jefatura política, y la actividad comercial en veloz crecimiento hizo surgir bancos, periódicos, agencias navieras, empresas de transporte terrestre, y una afluencia imparable de inmigrantes venidos del Interior, de los países limítrofes, y de Europa.En fin: en poco tiempo el Rosario superó a la capital provincial, no sólo en población, sino en actividad económica y, desde luego, en actividad cultural, pues también llegaron a la joven urbe teatros, actividad lírica, diarios y revistas literarias, y una actividad social imitada de las ciudades europeas, con todos los rasgos de la modernidad.

 

Sin embargo, este aspecto cultural no era, tal como se presentaba, idóneo para darle a Rosario características que la proveyeran de una identidad. Estaba claro el brillante futuro que le esperaba, pero en cuanto el presente, ciertos rasgos se convertían en obstáculos difíciles de superar. El idioma, por ejemplo. Habiendo quedado subsumida la población original por la inmigrante (de 2000 habitantes se pasó en diez años a 20.000), y viniendo estos nuevos habitantes de tantos lugares distintos, en la ciudad se terminó hablando no sólo castellano acriollado, sino español castizo, portugués, italiano, francés, inglés, idish, árabe, y otras lenguas, al punto que los recién arribados debieron recurrir al habla del lugar para entenderse, lo que en parte salvó la situación. Gracias a la escuela, por otra parte, los hijos de estos pobladores homogeneizaron su comunicación, pero eso, lógicamente, llevó tiempo.

 

Estos recién llegados, además, lo ignoraban todo respecto a la historia del lugar. No es que lo necesitaran demasiado, pero la pertenencia de Rosario a la provincia les despertaba inquietudes administrativas, que hubiera sido más fácil manejar conociendo historia. Por motivos que no es posible explicar ahora, sus hijos obtuvieron a través de la escuela no sólo una lengua común, sino también la imagen del pasado que les convenía a los gobernantes nacionales, y esta imagen, en gran medida contradictoria con los intereses de Santa Fe, fue enarbolada a veces en contra de las autoridades establecidas en esta.

 

Esa contradicción no generó una secesión: los rosarinos estaban todavía lejos de ponerse de acuerdo en lo qué eran y cómo eran para poder hacerlo; lo importante para ellos era la supremacía económica, y lo demás lo usaban para negociar. De este modo, su pertenencia a Santa Fe, carente de vivencias históricas, y utilizada como prenda para obtener resultados políticos, nunca fue puesta en entredicho del todo, pero tampoco fue tomada con la seriedad que realmente merecía. Durante un cierto tiempo, la aspiración de ser capital federal (lo fue por ley tres veces, vetadas otras tantas), pareció hacer inútil la búsqueda de otras salidas.

 

Sin reglas claras para elaborar una cultura, dudosos de su pertenencia provincial, pero conscientes de que no eran nacionales a la manera en que lo logró ser la Buenos Aires ya federalizada, el consumo espiritual se sostenía con los productos venidos de Europa: compañías teatrales y líricas españolas e italianas, libros en español, inglés y francés, etc., etc. Pero faltaban los elencos y los autores locales. Faltaban los pintores, los fotógrafos, los músicos, los bailarines, nacidos y formados en Rosario. La consecuencia fue que la ciudad exhibía, para los visitantes superficiales, una apariencia cultural que no poseía. Esto es importante para tener en cuenta, porque cuando por fin, después de muchos años de trabajo y de formación, comenzaron a aparecer los artistas y pensadores criados aquí, no se les otorgó la importancia que correspondía a pioneros. ¿No es que siempre habíamos tenido esto?

 

No, no lo habíamos tenido. No se advirtió la enorme diferencia entre un creador que se hace en el lugar, y el que viene con una formación de afuera. No se nos fue dado considerar este hecho con la importancia que merecía. Todavía hoy muchos periodistas culturales rosarinos se babean ante los creadores foráneos, mientras tratan con displicencia a los que sudan aquí para darle expresión a lo que somos. O sólo les dan importancia a los creadores locales cuando triunfan afuera.

 

Para nuestro mal, este es uno de los rasgos identitarios que hoy puede exhibir Rosario: la imposibilidad de dar su exacta y precisa importancia a los fenómenos culturales que se producen aquí. Rosario parece carecer de capacidad crítica para juzgar lo propio, y lo lamentable es que eso quiere decir que tampoco tiene capacidad para juzgar lo ajeno.

 

Hay otro rasgo, además, que tiene que ver con ese lugar que llegó a ocupar la ciudad en el contexto santafesino, y al que ya nos referimos: que pese a ser la ciudad más poblada y más moderna de la provincia, no sea la capital provincial. En el resto del país, esto prácticamente no pasa: tanto en las provincias históricas como en las nuevas, la capital es la ciudad más importante. Hasta, en la mayoría de los casos, la capital le ha dado nombre a la provincia: Córdoba, Mendoza, Salta, Santiago del Estero, etc. Las provincias nuevas, es cierto, han seguido a veces otro criterio, situación que se debe a cómo se han conformado, pero lo mismo su ciudad más importante suele ser la capital.

 

Solamente hay tres provincias en las que esto no ocurre. En el caso de Entre Ríos, hay que recordar que Concepción del Uruguay poseyó ese carácter durante mucho tiempo, que perdió cuando Paraná dejó de ser capital nacional y pasó a ser capital provincial. La importancia institucional que Paraná había adquirido durante el interregno secesionista posibilitó ese reemplazo, que no produjo sino efectos muy atenuados, pues Paraná era ya en ese momento una ciudad más significativa institucionalmente que Concepción del Uruguay.

 

El caso de Rawson tampoco invalida la regla, ya que este lugar en realidad funciona como un suburbio cívico de Trelew, la urbe más importante de Chubut.

 

Con respecto a Buenos Aires, es sabido que la federalización de la ciudad en 1880, obligó a nombrar otra ciudad como capital provincial. Pero esto no sólo se hizo sin conflicto, sino que se llevó a adelante de manera tal de trasladar a la nueva cabecera todo el prestigio y la identidad acumulada por los porteños a lo largo de siglos: por eso no se buscó una ciudad existente, sino que se fundó una nueva, La Plata, a quien se le dio rasgos ultramodernos en trazado y comunicaciones, y se le proveyó instantáneamente de universidad.

 

El conflicto generado por la existencia de Rosario en Santa Fe fue de un orden completamente distinto. No respondió a una evaluación de las clases gobernantes santafesinas, que debieron adaptarse de mala gana a un hecho consumado. Naturalmente, los recursos fiscales que aportaba Rosario no eran insignificantes, y hubiera sido locura volver atrás al respecto. Pero la insistencia de Santa Fe en tener ella también un puerto de características modernas nos prueba que el temor a que Rosario se cansara de su papel de sostenedor económico de la provincia, estaba presente.

 

Si Rosario hubiera contado con el apoyo material y moral con que contaron Paraná y La Plata, su historia ciertamente hubiera sido más plácida. Pero el papel oficial con que figuraba en la provincia era más de ayudar que de ser ayudada. En muchos avatares, Rosario tuvo que arreglárselas sola, y eso terminó por convertirse también en otro rasgo de su identidad problemática.

 

Por lo demás, el no ser capital provincial dificultó sensiblemente la posibilidad de darse una visión de lo propio. Ya aludimos al hábito recurrente de mostrarse “nacional” para resaltar su importancia, y así negociar mejor sus derechos, situación que aumentaba la confusión. Pero había una dificultad más.

 

En tanto Santa Fe procuraba darse una identidad propia sobre la base de su historia y de su geografía, que la diferenciara de las restantes provincias -como lo estaban haciendo todas ellas, por otra parte-, Rosario, por lo antes dicho, no podía participar del proceso. Desgraciadamente, tampoco podía hacerlo basándose en su realidad como urbe, ello no les estaba permitido a las ciudades del Interior, pues la imagen que brindaban no era satisfactoria, equivalía a describir un mundo atrasado, sin acceso a la modernidad. Había que hablar más que nada de lo rural, al campo no se le exigía proporcionar una imagen moderna.

 

Pero Rosario no tenía campo para referenciar. Estaba “aislada” en su modernidad anómala. Y no era reconocible como tal. ¡Si estaba dentro de una provincia! ¿Cómo iba a ser moderna?

 

Por lo demás, no tenía un pasado propio al que recurrir, ya que en ese pasado sólo había sido una aldea sin importancia. Después se descubrió que había sido Cuna de la Bandera, circunstancia única y superexplotada, que matizó un tanto el problema.

 

Inclinada a no sentirse parte de Santa Fe, pero tampoco decidida a separarse de ella, impedida de mostrarse tan moderna como Buenos Aires, imposibilitada de crear un relato de su propia existencia, Rosario tuvo que recurrir al sucedáneo abstracto de una identidad verdadera: fue “la Segunda Ciudad la República” (esa costumbre de numerar las ciudades, como si fueran las concubinas de un mandarín chino).

 

Estos factores que hemos intentado describir, ¿imposibilitan definitivamente toda posibilidad de conocer realmente cómo somos y qué queremos? Nada de eso. En primer lugar, se ha trabajado mucho para superarlos: historiadores, sociólogos, artistas y políticos, en su esfuerzo de concientización, han despejado ya muchos interrogantes. En segundo lugar, este país ya no es el mismo que generó la situación anómala de Rosario. Su empobrecimiento es la condición necesaria (y suficiente) para mostrar que hemos llegado a los límites del modelo que en su momento presidió la Organización Nacional, y al que Rosario debió su particular situación.

 

Por esto, esos obstáculos ya no tienen razón de ser. Son hilachas de un mundo viejo que, si bien se resiste a morir, ya no tiene cómo justificarse. Conscientes siempre de la importancia de su ciudad, pero sin saber muy bien por qué, hoy la crisis del modelo exige a los rosarinos saber quiénes son, como condición indispensable para enfrentar la pobreza, la desocupación, los narcos (a la mafia se la combatió eficazmente, porque la situación material era otra muy distinta), a la infidelidad fiscal de la Nación. Pero esto ocurre precisamente, por esas astucias de la historia, cuando tal conocimiento comienza a resultar posible.

 

Saber quiénes somos tiene poco que ver con la búsqueda o invención de un fundador, verdadero o falso. Como no lo tiene tampoco celebrar centenarios. No hace falta celebrar un tricentenario para darnos cuenta que ya estamos lo suficientemente crecidos. Lo que hacen falta son trabajos concretos de superación de los problemas que hemos señalado.

 

Tenemos que superar la rivalidad y desinteligencia con la ciudad de Santa Fe, e, incluso, ahora, con el resto de la provincia. Para lograrlo, tenemos que aprender a considerar nuestra cultura apartándonos de los valores elaborados en otro lado y para otro tiempo. Con valores propios que nos den seguridad, sí es posible establecer relaciones justas con la institucionalidad tanto provincial como nacional. Saber qué necesitamos recibir y qué podemos dar. Saber quién debe liderarnos. Saber cómo dejar de quejarse y hacer cosas en conjunto y con la misma dirección.

 

Saber cómo, en definitiva, vivir aquí. ¿Estamos de paso y viviremos acá sólo un tiempo, o estamos para quedarnos? La respuesta nos dará la pauta para saber, por ejemplo, qué hacer con los árboles, o si necesitamos un nuevo parque. ¿Nos quedamos conformes con ser sólo un puerto próspero? Quizás no lo seamos nunca más, deberíamos buscar otras alternativas. ¿Santa Fe nos dará la espalda si le costamos más de lo que le entregamos? Sería mejor terminar con todo eso, y ayudarnos a crecer mutuamente. ¿Vamos a seguir jactándonos de ser la ciudad más grande y más moderna de la Provincia? No nos quejemos entonces de que haya muchos que deseen nuestra caída. Y así.

 

Dejemos que Godoy se ocupe solo de sus fantasmales calchaquíes, y empecemos a ver quiénes somos ahora, quienes queremos ser. Eso se consigue, como siempre, trabajando. Y algo que ya sabemos es que sabemos trabajar.

CENTRO CULTURAL CONTRAVIENTO
MÁS IDENTIDAD, MENOS FUNDADORES, MENOS CENTENARIOS

por Eduardo D'Anna.

A menudo me han preguntado, en situaciones públicas o privadas, por la identidad de Rosario. Mi respuesta tiene que ver con las investigaciones que realicé respecto de la literatura de la ciudad, ámbito ciertamente revelador, mucho más revelador que las profusas definiciones surgidas de la intuición, a las que nos tienen acostumbrados ciertos periodistas y/o articulistas.

 

Lo primero que hay que tener en cuenta al hablar de Rosario es su situación anómala en comparación con otras ciudades argentinas. No se trata, contrariamente a lo que piensan muchos, del problema de la ausencia de fundador. La ausencia de fundador no es una anomalía suficiente para explicar la singularidad de Rosario. Unas cuantas ciudades más, Paraná o Ushuaia, por ejemplo, exhiben la misma circunstancia.

 

El proceso de aglutinación poblacional que tuvo lugar a fines del siglo XVIII no es demasiado singular, y resulta perfectamente explicado por las migraciones provenientes de lo que hoy es el centro de la provincia, a causa del aumento de la presión de los malones indígenas. Ello, unido a otros factores menores, determinó la erección de un ámbito urbano en torno a la capilla de la Virgen, en un marco evolutivo nada sorprendente. Y nada sorprendente hubiera sido, entonces, que aquella Capilla del Rosario hubiera crecido como lo hizo Coronda, por ejemplo, hasta ubicarse como una ciudad secundaria en el autónomo estado santafesino.

 

Y esa era, en efecto, la situación en que se encontraba Rosario hacia 1852, cuando Caseros determinó un cambio total de régimen político en la Confederación Argentina. Ese cambio, por sí solo sin embargo, tampoco hubiera sido causa del crecimiento de Rosario hasta alcanzar las dimensiones con que hoy lo conocemos, pero se produjo por entonces la secesión de la provincia de Buenos Aires, cuyas autoridades entraron rápidamente en conflicto con la política de Urquiza, a quien deseaban presionar, restando a su autoridad nada menos que “el puerto” del estado argentino.

 

Resultó, de esta manera, urgente remediar esa situación, dándole a la Confederación un nuevo puerto. Ciertamente, a Urquiza le hubiera convenido que este hubiera estado en Entre Ríos, pero la geografía no contaba con ningún lugar adaptable a esa función. En cambio, en la provincia de Santa Fe, existía aquella pequeña localidad colgada de la barranca, a cuya vera el canal del río pasaba extremadamente cerca, tan cerca, que era posible llegar con mangas sencillas a las bodegas de los barcos, simplemente emplazando la cabecera del conducto en lo alto del promontorio. Era un puerto mejor, sorprendentemente, que el que se había usado siempre, y sólo exigía navegar unos 300 kilómetros aguas arriba.

 

Determinado el punto, era evidente que había que darle a Rosario un status que hasta entonces no poseía. Por cierto, las autoridades santafesinas no estaban entusiasmadas con el arreglo, preveían dificultades. Pero Urquiza era el jefe, y su idea prevaleció: Rosario fue declarada ciudad, se le proveyó de justicia letrada y de jefatura política, y la actividad comercial en veloz crecimiento hizo surgir bancos, periódicos, agencias navieras, empresas de transporte terrestre, y una afluencia imparable de inmigrantes venidos del Interior, de los países limítrofes, y de Europa.En fin: en poco tiempo el Rosario superó a la capital provincial, no sólo en población, sino en actividad económica y, desde luego, en actividad cultural, pues también llegaron a la joven urbe teatros, actividad lírica, diarios y revistas literarias, y una actividad social imitada de las ciudades europeas, con todos los rasgos de la modernidad.

 

Sin embargo, este aspecto cultural no era, tal como se presentaba, idóneo para darle a Rosario características que la proveyeran de una identidad. Estaba claro el brillante futuro que le esperaba, pero en cuanto el presente, ciertos rasgos se convertían en obstáculos difíciles de superar. El idioma, por ejemplo. Habiendo quedado subsumida la población original por la inmigrante (de 2000 habitantes se pasó en diez años a 20.000), y viniendo estos nuevos habitantes de tantos lugares distintos, en la ciudad se terminó hablando no sólo castellano acriollado, sino español castizo, portugués, italiano, francés, inglés, idish, árabe, y otras lenguas, al punto que los recién arribados debieron recurrir al habla del lugar para entenderse, lo que en parte salvó la situación. Gracias a la escuela, por otra parte, los hijos de estos pobladores homogeneizaron su comunicación, pero eso, lógicamente, llevó tiempo.

 

Estos recién llegados, además, lo ignoraban todo respecto a la historia del lugar. No es que lo necesitaran demasiado, pero la pertenencia de Rosario a la provincia les despertaba inquietudes administrativas, que hubiera sido más fácil manejar conociendo historia. Por motivos que no es posible explicar ahora, sus hijos obtuvieron a través de la escuela no sólo una lengua común, sino también la imagen del pasado que les convenía a los gobernantes nacionales, y esta imagen, en gran medida contradictoria con los intereses de Santa Fe, fue enarbolada a veces en contra de las autoridades establecidas en esta.

 

Esa contradicción no generó una secesión: los rosarinos estaban todavía lejos de ponerse de acuerdo en lo qué eran y cómo eran para poder hacerlo; lo importante para ellos era la supremacía económica, y lo demás lo usaban para negociar. De este modo, su pertenencia a Santa Fe, carente de vivencias históricas, y utilizada como prenda para obtener resultados políticos, nunca fue puesta en entredicho del todo, pero tampoco fue tomada con la seriedad que realmente merecía. Durante un cierto tiempo, la aspiración de ser capital federal (lo fue por ley tres veces, vetadas otras tantas), pareció hacer inútil la búsqueda de otras salidas.

 

Sin reglas claras para elaborar una cultura, dudosos de su pertenencia provincial, pero conscientes de que no eran nacionales a la manera en que lo logró ser la Buenos Aires ya federalizada, el consumo espiritual se sostenía con los productos venidos de Europa: compañías teatrales y líricas españolas e italianas, libros en español, inglés y francés, etc., etc. Pero faltaban los elencos y los autores locales. Faltaban los pintores, los fotógrafos, los músicos, los bailarines, nacidos y formados en Rosario. La consecuencia fue que la ciudad exhibía, para los visitantes superficiales, una apariencia cultural que no poseía. Esto es importante para tener en cuenta, porque cuando por fin, después de muchos años de trabajo y de formación, comenzaron a aparecer los artistas y pensadores criados aquí, no se les otorgó la importancia que correspondía a pioneros. ¿No es que siempre habíamos tenido esto?

 

No, no lo habíamos tenido. No se advirtió la enorme diferencia entre un creador que se hace en el lugar, y el que viene con una formación de afuera. No se nos fue dado considerar este hecho con la importancia que merecía. Todavía hoy muchos periodistas culturales rosarinos se babean ante los creadores foráneos, mientras tratan con displicencia a los que sudan aquí para darle expresión a lo que somos. O sólo les dan importancia a los creadores locales cuando triunfan afuera.

 

Para nuestro mal, este es uno de los rasgos identitarios que hoy puede exhibir Rosario: la imposibilidad de dar su exacta y precisa importancia a los fenómenos culturales que se producen aquí. Rosario parece carecer de capacidad crítica para juzgar lo propio, y lo lamentable es que eso quiere decir que tampoco tiene capacidad para juzgar lo ajeno.

 

Hay otro rasgo, además, que tiene que ver con ese lugar que llegó a ocupar la ciudad en el contexto santafesino, y al que ya nos referimos: que pese a ser la ciudad más poblada y más moderna de la provincia, no sea la capital provincial. En el resto del país, esto prácticamente no pasa: tanto en las provincias históricas como en las nuevas, la capital es la ciudad más importante. Hasta, en la mayoría de los casos, la capital le ha dado nombre a la provincia: Córdoba, Mendoza, Salta, Santiago del Estero, etc. Las provincias nuevas, es cierto, han seguido a veces otro criterio, situación que se debe a cómo se han conformado, pero lo mismo su ciudad más importante suele ser la capital.

 

Solamente hay tres provincias en las que esto no ocurre. En el caso de Entre Ríos, hay que recordar que Concepción del Uruguay poseyó ese carácter durante mucho tiempo, que perdió cuando Paraná dejó de ser capital nacional y pasó a ser capital provincial. La importancia institucional que Paraná había adquirido durante el interregno secesionista posibilitó ese reemplazo, que no produjo sino efectos muy atenuados, pues Paraná era ya en ese momento una ciudad más significativa institucionalmente que Concepción del Uruguay.

 

El caso de Rawson tampoco invalida la regla, ya que este lugar en realidad funciona como un suburbio cívico de Trelew, la urbe más importante de Chubut.

 

Con respecto a Buenos Aires, es sabido que la federalización de la ciudad en 1880, obligó a nombrar otra ciudad como capital provincial. Pero esto no sólo se hizo sin conflicto, sino que se llevó a adelante de manera tal de trasladar a la nueva cabecera todo el prestigio y la identidad acumulada por los porteños a lo largo de siglos: por eso no se buscó una ciudad existente, sino que se fundó una nueva, La Plata, a quien se le dio rasgos ultramodernos en trazado y comunicaciones, y se le proveyó instantáneamente de universidad.

 

El conflicto generado por la existencia de Rosario en Santa Fe fue de un orden completamente distinto. No respondió a una evaluación de las clases gobernantes santafesinas, que debieron adaptarse de mala gana a un hecho consumado. Naturalmente, los recursos fiscales que aportaba Rosario no eran insignificantes, y hubiera sido locura volver atrás al respecto. Pero la insistencia de Santa Fe en tener ella también un puerto de características modernas nos prueba que el temor a que Rosario se cansara de su papel de sostenedor económico de la provincia, estaba presente.

 

Si Rosario hubiera contado con el apoyo material y moral con que contaron Paraná y La Plata, su historia ciertamente hubiera sido más plácida. Pero el papel oficial con que figuraba en la provincia era más de ayudar que de ser ayudada. En muchos avatares, Rosario tuvo que arreglárselas sola, y eso terminó por convertirse también en otro rasgo de su identidad problemática.

 

Por lo demás, el no ser capital provincial dificultó sensiblemente la posibilidad de darse una visión de lo propio. Ya aludimos al hábito recurrente de mostrarse “nacional” para resaltar su importancia, y así negociar mejor sus derechos, situación que aumentaba la confusión. Pero había una dificultad más.

 

En tanto Santa Fe procuraba darse una identidad propia sobre la base de su historia y de su geografía, que la diferenciara de las restantes provincias -como lo estaban haciendo todas ellas, por otra parte-, Rosario, por lo antes dicho, no podía participar del proceso. Desgraciadamente, tampoco podía hacerlo basándose en su realidad como urbe, ello no les estaba permitido a las ciudades del Interior, pues la imagen que brindaban no era satisfactoria, equivalía a describir un mundo atrasado, sin acceso a la modernidad. Había que hablar más que nada de lo rural, al campo no se le exigía proporcionar una imagen moderna.

 

Pero Rosario no tenía campo para referenciar. Estaba “aislada” en su modernidad anómala. Y no era reconocible como tal. ¡Si estaba dentro de una provincia! ¿Cómo iba a ser moderna?

 

Por lo demás, no tenía un pasado propio al que recurrir, ya que en ese pasado sólo había sido una aldea sin importancia. Después se descubrió que había sido Cuna de la Bandera, circunstancia única y superexplotada, que matizó un tanto el problema.

 

Inclinada a no sentirse parte de Santa Fe, pero tampoco decidida a separarse de ella, impedida de mostrarse tan moderna como Buenos Aires, imposibilitada de crear un relato de su propia existencia, Rosario tuvo que recurrir al sucedáneo abstracto de una identidad verdadera: fue “la Segunda Ciudad la República” (esa costumbre de numerar las ciudades, como si fueran las concubinas de un mandarín chino).

 

Estos factores que hemos intentado describir, ¿imposibilitan definitivamente toda posibilidad de conocer realmente cómo somos y qué queremos? Nada de eso. En primer lugar, se ha trabajado mucho para superarlos: historiadores, sociólogos, artistas y políticos, en su esfuerzo de concientización, han despejado ya muchos interrogantes. En segundo lugar, este país ya no es el mismo que generó la situación anómala de Rosario. Su empobrecimiento es la condición necesaria (y suficiente) para mostrar que hemos llegado a los límites del modelo que en su momento presidió la Organización Nacional, y al que Rosario debió su particular situación.

 

Por esto, esos obstáculos ya no tienen razón de ser. Son hilachas de un mundo viejo que, si bien se resiste a morir, ya no tiene cómo justificarse. Conscientes siempre de la importancia de su ciudad, pero sin saber muy bien por qué, hoy la crisis del modelo exige a los rosarinos saber quiénes son, como condición indispensable para enfrentar la pobreza, la desocupación, los narcos (a la mafia se la combatió eficazmente, porque la situación material era otra muy distinta), a la infidelidad fiscal de la Nación. Pero esto ocurre precisamente, por esas astucias de la historia, cuando tal conocimiento comienza a resultar posible.

 

Saber quiénes somos tiene poco que ver con la búsqueda o invención de un fundador, verdadero o falso. Como no lo tiene tampoco celebrar centenarios. No hace falta celebrar un tricentenario para darnos cuenta que ya estamos lo suficientemente crecidos. Lo que hacen falta son trabajos concretos de superación de los problemas que hemos señalado.

 

Tenemos que superar la rivalidad y desinteligencia con la ciudad de Santa Fe, e, incluso, ahora, con el resto de la provincia. Para lograrlo, tenemos que aprender a considerar nuestra cultura apartándonos de los valores elaborados en otro lado y para otro tiempo. Con valores propios que nos den seguridad, sí es posible establecer relaciones justas con la institucionalidad tanto provincial como nacional. Saber qué necesitamos recibir y qué podemos dar. Saber quién debe liderarnos. Saber cómo dejar de quejarse y hacer cosas en conjunto y con la misma dirección.

 

Saber cómo, en definitiva, vivir aquí. ¿Estamos de paso y viviremos acá sólo un tiempo, o estamos para quedarnos? La respuesta nos dará la pauta para saber, por ejemplo, qué hacer con los árboles, o si necesitamos un nuevo parque. ¿Nos quedamos conformes con ser sólo un puerto próspero? Quizás no lo seamos nunca más, deberíamos buscar otras alternativas. ¿Santa Fe nos dará la espalda si le costamos más de lo que le entregamos? Sería mejor terminar con todo eso, y ayudarnos a crecer mutuamente. ¿Vamos a seguir jactándonos de ser la ciudad más grande y más moderna de la Provincia? No nos quejemos entonces de que haya muchos que deseen nuestra caída. Y así.

 

Dejemos que Godoy se ocupe solo de sus fantasmales calchaquíes, y empecemos a ver quiénes somos ahora, quienes queremos ser. Eso se consigue, como siempre, trabajando. Y algo que ya sabemos es que sabemos trabajar.

MÁS IDENTIDAD, MENOS FUNDADORES, MENOS CENTENARIOS