ELOGIO DE LA FORMACIÓN (BIG BANG ROSARIO)

por Bárbara Pistoia.

ELOGIO DE LA FORMACIÓN (BIG BANG ROSARIO)


la clave puede ser
qué hicimos con lo que pasó
no la experiencia
sino
el acceso a la experiencia

Julia Enriquez

 


1. Rosario es hija del misterio, y un misterio puede ser muchas cosas. Puede ser una pregunta abierta que no busca ni necesita respuesta, sino que fluctúa como motor hacia otras cosas. Por eso nunca se revela del todo ni se cierra, y siempre se escapa de la apropiación. Un motor hacia nuevos horizontes: hacia el arte de perderse (y de perder lo que toque perder) para encontrarse en otredades (geográficas, materiales, carnales, simbólicas, etimológicas, espirituales) y con nuevas formas de leer (verbo-carne que empieza por la escucha antes que por la mirada y es tantísimo más que un acto concreto frente a un objeto determinado). Es decir, puede ser una reconsideración del panorama y escenario que nos invite no solo a soltar el control, sino a reconocer que nunca lo tenemos, siendo ese acto de pérdida lo que habilita lo extraordinario. Así, un misterio puede ser muchas cosas y también el origen y la proyección de una ciudad.


Una ciudad que se va pariendo a sí misma en los peregrinajes de distintos gentíos que coinciden bajo un mismo cielo, que como todo cielo trae su propio tiempo. Tiempo de encuentros después de los desencuentros, de procesos históricos que revelan todo eso que acarrea un mapa cuando lo sacamos del papel y lo comprendemos como lo que es: un accidente en disputa imposible, porque el accidente también le escapa a la apropiación (y la vence).

 

Es ahí el tiempo de danzar al vaivén de enfrentamientos y alianzas por espanto, y cada tanto, alianzas por hambre de bien común, de victorias y renacimientos. No hablo de tiempos de derrota porque la derrota suele leerse como fracaso irreversible y no es ni una cosa ni la otra, salvo que nosotros llevemos a la historia a ese lugar. Esto es cajonearla para producir otra desde un escritorio, otra historia que sí nos permita una apropiación.

 

Lejos de esa mezquindad con tufo a tiempos modernos, la historia rosarina nos dice que hay algo de esperanza troyana en llegar a un puerto en el que todo está por suceder. Y, al tiempo de creer y reventar, Big Bang, todo sucede: se forma una ciudad. La ciudad que no se deja apropiar.

 

Rosario acontece, como una serendipia al calor de la cruza de elementos y movimientos, y se consagra a una genética que reconfirma en su génesis una vitalidad inagotable pero imprevisible, la que solo puede explicarse en la condición de ciudad formada, no fundada. Por eso presume esa vitalidad que acusa no mera existencia, sino derrame (exceso) de vida: pulsión, proclama, poesía. Aún cuando ya reconoce de memoria lo brutal, doloroso, floreciente, tragicómico, bravo, iluminado, desobediente que es el destino de una ciudad formada. Un destino que está vivamente vivo, en tránsito perpetuo: todo lo que no soporta el espíritu de apropiación, todo lo que no puede garantizarle una fundación.


2. ¿Qué tipo de milagro y propósito hay en la maravilla de que tantos y tanto puedan coincidir bajo un mismo cielo y tiempo para devenir en una ciudad como Rosario? No como cualquier otra, porque claro que hay otras ciudades sin fundación: pero no son Rosario.

 

La formación de una ciudad “así” en un país “así” es lo extraordinario porque en un punto este es el sueño húmedo de toda la literatura de paja centralizada que persigue el falso consenso, o de los que creen que las inclusiones y unidades son aspiraciones llanas, permanentes y lineales, consignas biempensantes, performance pop. Sin embargo, el sueño húmedo se realiza en el extremo opuesto a ellos, y como Dios manda: desde el caos, el margen, desde y hacia lo invariable que es un origen que despoja de todo mérito, poder y protagonismo a la burocracia y sus mascotas.

 

Ahora, ni un milagro es necesariamente una recompensa ni tener un propósito es una garantía en sí misma, pero acá también hay algo de eso, porque ese advenimiento en ciudad toca con sus dedos ¿la bendición? —para que esta idea no sea solo pregunta se necesita otro texto, otras líneas de pensamiento y crítica— de ser meca cultural de una nación atravesada de karmas. Con el karma unitario a la cabeza, Rosario es más que hacedora al armado latinoamericano y es más que una cuna de casi todo lo que nos encanta llamar identidad nacional —en ese otro texto, podemos atravesar los relieves para pensar cuánto de lo propiamente rosarino se puede perder en esa nacionalización—. Aún así, es más porque la dádiva rosarina aparece en todo trazado, tanto para el armado como para el desarme, y es en todas esas apariciones que se glorifica su génesis: la formación. Ese Big Bang en el que no hay cabida a cualquier domesticación burocrática que se le quiera proyectar a su espíritu. La formación rosarina (el derrame de su avivamiento continuo) aflora por todos lados, como en cada día anterior a este, como lo hace hoy mismo, y como lo hará por el resto de los mañana: como un misterio.

3. Historiar, pensar, narrar, incluso poetizar la génesis rosarina nos exige una comprensión demasiado social. Una comprensión generosa, desapropiada de todo nombre, tiempo y época que no sean su nombre, su propia obra y gracia. Rosario es Rosario, y eso debe ser insoportable para los figurones y parásitos.

 

Heróica, desafiante, con la espina clavada por su no autonomía pero sin nunca dejar de soñarla, Rosario hija de nadie se deja besar los pies solo por el Paraná porque ella también lo besa. La ciudad formada no solo mira a su río, sino que su río la mira a ella. Un bautismo y una correspondencia que la destina a lo salvaje, en el mejor y en el peor de los sentidos, y a la constante inminencia de su fuerza creadora: nadie nada dos veces en un mismo río, nadie puede fundar lo que ya fue formado.

 

La ciudad que no se funda —se forma— es un cuerpo popular innegable que funciona como arena entre los dedos para los que creen que las historias empiezan con ellos, o que son dueños del cuerpo (es decir, de todas las historias). Es el enfrentar la cruz que vence al mundo para los que creen que un triunfo electoral les permite reescribir los hechos y direccionar la prepotencia cultural de toda continuidad social.

 

Desmerecer la continuidad social es una forma de despoblar, despatriar. Ningún corazón nace enamorado del lugar que le tocó para aterrizar en este mundo por el solo hecho de ocurrir así. Es en la ritualidad social que una ciudad se hereda, y con ella se hereda su origen. Acá, su formación.

 

¿Quién resistirá cuando el espíritu de la formación ataque y acuse a los que la condenan a una fundación (que es lo mismo que decir los que salieron a mearse no solo en lo heredado, sino en los heredantes)?

4. Es imposible cruzar la deriva de formación a fundación sin pensar qué es lo que está pasando no solo con la política, sino con las políticas culturales y la relación entre el Estado y el campo cultural (en su concepción y estructura más amplia, es decir, con todas las partes, elementos, actores, roles, etcétera).

 

Lo político brilla por su ausencia en la tensión de un sistema partidario que no vive, pero no termina de morir, y con una noción de lo público totalmente desmoronada, sin credibilidad. Si en el 2001 el rezo era que se vayan todos, esta década la surfeamos al grito de que se vaya el Estado mientras todos los del 2001 conducen gracias a las alianzas que hicieron (y hacen) con los que nos invitan a creer en su gestión pública. Protagonistas, actores de reparto, secundarios y ocasionales: finitos, mediocres, atrapados en el cargo, al borde de la sobredosis de statu quo.

 

Esta gobernabilidad expresa la impotencia política camuflada en la súper potencia de la comunicación y su efectismo emocional (una emocionalidad de la desolación y del terror), y deja nuestras miserias a la intemperie total. También todo lo otro, pero qué gran multiplicador de impotencias es la miserabilidad de la mediocridad desnuda. Por eso hay tamaña ausencia de “toda buena dádiva que viene de lo alto” y que nos impulsa a imaginar un futuro no distópico. La sensación distópica lo toma todo porque la mediocridad siembra separaciones muy profundas y cosecha abismos, aislamientos hasta la enfermedad.

 

Estas distancias nos convierten en extranjeros de toda historia en común, y arrancados de ella es que perdemos nuestro don, el que solo nos es dado para mantener ardiendo el fuego social y fortalecer el cuerpo popular del que somos parte esencial. Cada uno trae lo suyo, una singularidad indispensable para lo que nos trasciende, aunque la tendencia actual sea hacer lo propio bajo modelo seriado: hacer lo que todos los virales hacen así también soy viral (vaya aspiración ser viral, como si las palabras no fueran creadoras de realidad, ja).

 

En la singularidad a merced de lo seriado también vemos otra cara de la mediocridad actual: la unión de muchos creyentes y practicantes del uno mismo se nos vende como “lo colectivo”, pero no es más que mero corporativismo. Esta gestión de comunidades yoicas, arrancadas de la historia en común, ignora —y nadie puede amar lo que ignora, y nadie defiende y bendice lo que no ama— que lo heredado no es propiedad generacional y nunca es un regalo intacto, siempre es una tarea. Pero la impotencia política y el narcisismo antihistórico que vivimos operan en lo inverso: la apropiación del todo para desde ahí gestionar un habla de lo que nunca fue, de lo que no es y de lo que nunca llega a suceder. Las consignas, actividades y los eventos no son cosas sucediendo, son cosas (los corporativismos del uno mismo) repitiéndose a sí mismas (la sobredosis de status quo).

 

Una de las estrellas de la repetición es esa expresión que con ternura infantil evoca que la cultura es herramienta de transformación. Como si creerlo o decirlo fuera un truco de magia que transforma todo en un mundo mejor. La sobreinstitucionalización de la cultura y el cholulaje cultural no pueden provocar ninguna transformación, al menos no en el sentido que se pretende manifestar, porque son el justo reflejo de la impotencia política. Y la cultura atravesada por esta impotencia queda reducida al entretenimiento. A la máquina de humo y a la morbidez de la obediencia: la participación banal y ocasional de la ciudadanía, el colaboracionismo precarizado y utilitario de todos los actores culturales.

 

No se trata de que no haya entretenimiento. Se trata de pensar la cultura, de sostener la conversación cultural y de gestionar una política cultural desde dimensiones antropológicas, al calor conflictivo de las potenciales biografías sociales que de ella emanan. Desde su gracia misteriosa y accidental: desapropiada. La vanidad por el producto cultural y la automatización de la gestión cultural dispuesta a actividades y ocupar espacios son la vitamina para la política de la fotografía, o del reel musicalizado con la tendencia de la semana, por sobre los hechos políticos, sociales, y claro, culturales.

5. No puede haber transformación si se opera en soledad de definiciones y dando la espalda la estructuralidad de las violencias y desigualdades, que no son solo o necesariamente sociales o culturales, sino que ante todo son económicas y estructurales. ¿Cómo puede haber transformación si de eso no se habla? Incluso, en el caso de su iluminación, en el caso milagroso de suceder, es imposible que “la cultura” transgreda la realidad y provoque otras cosas si solo es contada y gestionada desde la perspectiva espectadora de las clases medias y altas, blancas, universitarias, nepotistas, lobbistas, etcétera, que creen que la solución a todo es la educación y la empatía (esa celebración narcisista de saber ponerse en el lugar del otro sin reconocer que en ese acto hay otra forma más de quitarle el lugar al otro: hay apropiación de voz, espacio, tiempo, de historia).

 

Por eso, la fertilidad del alcance cultural también depende de la propia comunidad cultural, la que no puede aspirar solo a ser planta permanente ni número seguro de esas políticas, de los relatos mainstream y propuestas performativas, sino que debe estar dispuesta a tensionar la convivencia entre lo institucional, lo popular y todo aquello que no se nombra, que es inenunciable, demás está decir, para darle espacio y oportunidad o para favorecer y facilitar no solo el surgimiento y desarrollo de acontecimientos culturales, sino todo acontecimiento contracultural. Ahí la parte del pacto democrático que le toca cumplir a la cultura.

 

Alguien tiene que discernir, decir no, perder, ceder, dejar pasar algo. Los que creen mucho en dar las batallas desde adentro quedan muy enamorados de las comodidades del “desde adentro”, y terminan creyéndose que su realidad cambiada está cambiándole la realidad a todos. Entender que la cultura como “herramienta de transformación de comunidades” requiere de gestas personales a pérdida es tener un carácter político que responda más bien a la etimología política, pero también es tener mucha valentía. Porque estamos hablando de un tipo de intervención e involucramiento que no tienen nada que ver con la participación, sino que es una ofrenda: es poner a pérdida la biografía personal (que nada tiene que ver con ceder el desarrollo personal, fundamental para que la comunidad organizada alcance su plenitud) a fin de ganar biografías sociales (las que habilitan y enriquecen por añadidura las personales). Así se empieza a tirar del hilo para desapropiar la cultura (devolverla a ese no lugar comunitario e histórico, no como condición de pasado sino en su condición utópica de crear un mañana emancipador) y transformar con ella las historias injustas en una de victorias y bien común.

 

En definitiva, por lo único que importa cuánto se repite que la cultura libera y transforma es para reconocer la demagogia, cuando no la mentira concreta. La cultura puede ser todo lo opuesto a la libertad y cualquier transformación que provoque no es una posibilidad positiva porque sí, por ser cultura. Los peores genocidios se hicieron en nombre de la libertad, del amor, de la transformación, y claro, en defensa de la cultura. El tema es la libertad, el amor, la transformación y la cultura según quién o quiénes, para qué, para quiénes.


Entonces: ¿por qué vaciamos las palabras, por qué vaciamos los conceptos, por qué repetimos como loros? ¿Por qué lo queremos todo absolutamente todo, por qué queremos estar en todas las fotos, o por qué llevamos vidas y obras que necesitan tanto de estar en todas las fotos? Porque la cultura efectista es así, y es ahí hacia donde no tenemos que ir nunca.

 

Con estas derivas podemos empezar a pensar las razones por las que en su momento se selló una fundación a la ciudad que se forma, y sobre todo pensar por qué estamos siendo invitados a festejar un tricentenario que es puro acto fariseo.

 

Defender la no fundación no implica no salir a festejar su formación. Implica hacerse cargo del desafío heredado (la tarea) y de la humildad necesaria para festejar una historia que no necesita de ninguna instrumentación. Los que necesitan esas instrumentaciones son otros, los que pasarán y quedarán incinerados por hacer agenda de lo que no ocurrió nunca para tapar lo que está ocurriendo en sus turnos públicos.

6. El devenir de formación a fundación es entonces la evidencia de la incapacidad no solo de continuar y seguir haciendo historia, sino de vivificar la biografía social. La evidencia de que no hay imaginación, no hay creación, no hay compromiso ni riesgo, no hay ansia ni propuesta emancipatoria. Parece como si se hubiera acabado el tiempo del nosotros histórico (que no tiene que ver solo con el pasado, sino con la calidad de vida presente y el cómo llegamos al futuro que queremos, si es que queremos).

 

No hay ofrenda, no hay nada a la vista, solo una cosa: la buena noticia de que ese devenir tiene nombres y apellidos, cargos, antecedentes. Tenemos sus caras. Lo que estoy diciendo es que ese devenir de formación a fundación no es el de la ciudad, ni el de la herencia y heredantes, ni el de sus anónimos herederos de todos los tiempos y los por venir, es solo el devenir de sus burócratas, el devenir que acusa el agotamiento de sus propias posibilidades.

 

Pero ya lo dijimos: todo cielo tiene su tiempo. Ya vendrá el de raíz rosarina y big bang: a lo agotado lo vomitará el río y de abajo de las baldosas saldrán las nuevas voces anónimas, que levantadas como árboles de vida ramificarán nuevas imaginaciones y unirán a los futuros con ese pasado formado, no fundado, que les es herencia (tarea, dulce tarea). Y Rosario acontecerá como lo viene haciendo desde solo Dios sabe cómo y cuándo, y lo hará guiada por La Libertad, que con sus tetas al aire ya supo vencer una y otra vez a los burócratas frágiles que la querían vestir.

CENTRO CULTURAL CONTRAVIENTO
ELOGIO DE LA FORMACIÓN (BIG BANG ROSARIO)

por Bárbara Pistoia.

la clave puede ser
qué hicimos con lo que pasó
no la experiencia
sino
el acceso a la experiencia

Julia Enriquez

 


1. Rosario es hija del misterio, y un misterio puede ser muchas cosas. Puede ser una pregunta abierta que no busca ni necesita respuesta, sino que fluctúa como motor hacia otras cosas. Por eso nunca se revela del todo ni se cierra, y siempre se escapa de la apropiación. Un motor hacia nuevos horizontes: hacia el arte de perderse (y de perder lo que toque perder) para encontrarse en otredades (geográficas, materiales, carnales, simbólicas, etimológicas, espirituales) y con nuevas formas de leer (verbo-carne que empieza por la escucha antes que por la mirada y es tantísimo más que un acto concreto frente a un objeto determinado). Es decir, puede ser una reconsideración del panorama y escenario que nos invite no solo a soltar el control, sino a reconocer que nunca lo tenemos, siendo ese acto de pérdida lo que habilita lo extraordinario. Así, un misterio puede ser muchas cosas y también el origen y la proyección de una ciudad.


Una ciudad que se va pariendo a sí misma en los peregrinajes de distintos gentíos que coinciden bajo un mismo cielo, que como todo cielo trae su propio tiempo. Tiempo de encuentros después de los desencuentros, de procesos históricos que revelan todo eso que acarrea un mapa cuando lo sacamos del papel y lo comprendemos como lo que es: un accidente en disputa imposible, porque el accidente también le escapa a la apropiación (y la vence).

 

Es ahí el tiempo de danzar al vaivén de enfrentamientos y alianzas por espanto, y cada tanto, alianzas por hambre de bien común, de victorias y renacimientos. No hablo de tiempos de derrota porque la derrota suele leerse como fracaso irreversible y no es ni una cosa ni la otra, salvo que nosotros llevemos a la historia a ese lugar. Esto es cajonearla para producir otra desde un escritorio, otra historia que sí nos permita una apropiación.

 

Lejos de esa mezquindad con tufo a tiempos modernos, la historia rosarina nos dice que hay algo de esperanza troyana en llegar a un puerto en el que todo está por suceder. Y, al tiempo de creer y reventar, Big Bang, todo sucede: se forma una ciudad. La ciudad que no se deja apropiar.

 

Rosario acontece, como una serendipia al calor de la cruza de elementos y movimientos, y se consagra a una genética que reconfirma en su génesis una vitalidad inagotable pero imprevisible, la que solo puede explicarse en la condición de ciudad formada, no fundada. Por eso presume esa vitalidad que acusa no mera existencia, sino derrame (exceso) de vida: pulsión, proclama, poesía. Aún cuando ya reconoce de memoria lo brutal, doloroso, floreciente, tragicómico, bravo, iluminado, desobediente que es el destino de una ciudad formada. Un destino que está vivamente vivo, en tránsito perpetuo: todo lo que no soporta el espíritu de apropiación, todo lo que no puede garantizarle una fundación.


2. ¿Qué tipo de milagro y propósito hay en la maravilla de que tantos y tanto puedan coincidir bajo un mismo cielo y tiempo para devenir en una ciudad como Rosario? No como cualquier otra, porque claro que hay otras ciudades sin fundación: pero no son Rosario.

 

La formación de una ciudad “así” en un país “así” es lo extraordinario porque en un punto este es el sueño húmedo de toda la literatura de paja centralizada que persigue el falso consenso, o de los que creen que las inclusiones y unidades son aspiraciones llanas, permanentes y lineales, consignas biempensantes, performance pop. Sin embargo, el sueño húmedo se realiza en el extremo opuesto a ellos, y como Dios manda: desde el caos, el margen, desde y hacia lo invariable que es un origen que despoja de todo mérito, poder y protagonismo a la burocracia y sus mascotas.

 

Ahora, ni un milagro es necesariamente una recompensa ni tener un propósito es una garantía en sí misma, pero acá también hay algo de eso, porque ese advenimiento en ciudad toca con sus dedos ¿la bendición? —para que esta idea no sea solo pregunta se necesita otro texto, otras líneas de pensamiento y crítica— de ser meca cultural de una nación atravesada de karmas. Con el karma unitario a la cabeza, Rosario es más que hacedora al armado latinoamericano y es más que una cuna de casi todo lo que nos encanta llamar identidad nacional —en ese otro texto, podemos atravesar los relieves para pensar cuánto de lo propiamente rosarino se puede perder en esa nacionalización—. Aún así, es más porque la dádiva rosarina aparece en todo trazado, tanto para el armado como para el desarme, y es en todas esas apariciones que se glorifica su génesis: la formación. Ese Big Bang en el que no hay cabida a cualquier domesticación burocrática que se le quiera proyectar a su espíritu. La formación rosarina (el derrame de su avivamiento continuo) aflora por todos lados, como en cada día anterior a este, como lo hace hoy mismo, y como lo hará por el resto de los mañana: como un misterio.

3. Historiar, pensar, narrar, incluso poetizar la génesis rosarina nos exige una comprensión demasiado social. Una comprensión generosa, desapropiada de todo nombre, tiempo y época que no sean su nombre, su propia obra y gracia. Rosario es Rosario, y eso debe ser insoportable para los figurones y parásitos.

 

Heróica, desafiante, con la espina clavada por su no autonomía pero sin nunca dejar de soñarla, Rosario hija de nadie se deja besar los pies solo por el Paraná porque ella también lo besa. La ciudad formada no solo mira a su río, sino que su río la mira a ella. Un bautismo y una correspondencia que la destina a lo salvaje, en el mejor y en el peor de los sentidos, y a la constante inminencia de su fuerza creadora: nadie nada dos veces en un mismo río, nadie puede fundar lo que ya fue formado.

 

La ciudad que no se funda —se forma— es un cuerpo popular innegable que funciona como arena entre los dedos para los que creen que las historias empiezan con ellos, o que son dueños del cuerpo (es decir, de todas las historias). Es el enfrentar la cruz que vence al mundo para los que creen que un triunfo electoral les permite reescribir los hechos y direccionar la prepotencia cultural de toda continuidad social.

 

Desmerecer la continuidad social es una forma de despoblar, despatriar. Ningún corazón nace enamorado del lugar que le tocó para aterrizar en este mundo por el solo hecho de ocurrir así. Es en la ritualidad social que una ciudad se hereda, y con ella se hereda su origen. Acá, su formación.

 

¿Quién resistirá cuando el espíritu de la formación ataque y acuse a los que la condenan a una fundación (que es lo mismo que decir los que salieron a mearse no solo en lo heredado, sino en los heredantes)?

4. Es imposible cruzar la deriva de formación a fundación sin pensar qué es lo que está pasando no solo con la política, sino con las políticas culturales y la relación entre el Estado y el campo cultural (en su concepción y estructura más amplia, es decir, con todas las partes, elementos, actores, roles, etcétera).

 

Lo político brilla por su ausencia en la tensión de un sistema partidario que no vive, pero no termina de morir, y con una noción de lo público totalmente desmoronada, sin credibilidad. Si en el 2001 el rezo era que se vayan todos, esta década la surfeamos al grito de que se vaya el Estado mientras todos los del 2001 conducen gracias a las alianzas que hicieron (y hacen) con los que nos invitan a creer en su gestión pública. Protagonistas, actores de reparto, secundarios y ocasionales: finitos, mediocres, atrapados en el cargo, al borde de la sobredosis de statu quo.

 

Esta gobernabilidad expresa la impotencia política camuflada en la súper potencia de la comunicación y su efectismo emocional (una emocionalidad de la desolación y del terror), y deja nuestras miserias a la intemperie total. También todo lo otro, pero qué gran multiplicador de impotencias es la miserabilidad de la mediocridad desnuda. Por eso hay tamaña ausencia de “toda buena dádiva que viene de lo alto” y que nos impulsa a imaginar un futuro no distópico. La sensación distópica lo toma todo porque la mediocridad siembra separaciones muy profundas y cosecha abismos, aislamientos hasta la enfermedad.

 

Estas distancias nos convierten en extranjeros de toda historia en común, y arrancados de ella es que perdemos nuestro don, el que solo nos es dado para mantener ardiendo el fuego social y fortalecer el cuerpo popular del que somos parte esencial. Cada uno trae lo suyo, una singularidad indispensable para lo que nos trasciende, aunque la tendencia actual sea hacer lo propio bajo modelo seriado: hacer lo que todos los virales hacen así también soy viral (vaya aspiración ser viral, como si las palabras no fueran creadoras de realidad, ja).

 

En la singularidad a merced de lo seriado también vemos otra cara de la mediocridad actual: la unión de muchos creyentes y practicantes del uno mismo se nos vende como “lo colectivo”, pero no es más que mero corporativismo. Esta gestión de comunidades yoicas, arrancadas de la historia en común, ignora —y nadie puede amar lo que ignora, y nadie defiende y bendice lo que no ama— que lo heredado no es propiedad generacional y nunca es un regalo intacto, siempre es una tarea. Pero la impotencia política y el narcisismo antihistórico que vivimos operan en lo inverso: la apropiación del todo para desde ahí gestionar un habla de lo que nunca fue, de lo que no es y de lo que nunca llega a suceder. Las consignas, actividades y los eventos no son cosas sucediendo, son cosas (los corporativismos del uno mismo) repitiéndose a sí mismas (la sobredosis de status quo).

 

Una de las estrellas de la repetición es esa expresión que con ternura infantil evoca que la cultura es herramienta de transformación. Como si creerlo o decirlo fuera un truco de magia que transforma todo en un mundo mejor. La sobreinstitucionalización de la cultura y el cholulaje cultural no pueden provocar ninguna transformación, al menos no en el sentido que se pretende manifestar, porque son el justo reflejo de la impotencia política. Y la cultura atravesada por esta impotencia queda reducida al entretenimiento. A la máquina de humo y a la morbidez de la obediencia: la participación banal y ocasional de la ciudadanía, el colaboracionismo precarizado y utilitario de todos los actores culturales.

 

No se trata de que no haya entretenimiento. Se trata de pensar la cultura, de sostener la conversación cultural y de gestionar una política cultural desde dimensiones antropológicas, al calor conflictivo de las potenciales biografías sociales que de ella emanan. Desde su gracia misteriosa y accidental: desapropiada. La vanidad por el producto cultural y la automatización de la gestión cultural dispuesta a actividades y ocupar espacios son la vitamina para la política de la fotografía, o del reel musicalizado con la tendencia de la semana, por sobre los hechos políticos, sociales, y claro, culturales.

5. No puede haber transformación si se opera en soledad de definiciones y dando la espalda la estructuralidad de las violencias y desigualdades, que no son solo o necesariamente sociales o culturales, sino que ante todo son económicas y estructurales. ¿Cómo puede haber transformación si de eso no se habla? Incluso, en el caso de su iluminación, en el caso milagroso de suceder, es imposible que “la cultura” transgreda la realidad y provoque otras cosas si solo es contada y gestionada desde la perspectiva espectadora de las clases medias y altas, blancas, universitarias, nepotistas, lobbistas, etcétera, que creen que la solución a todo es la educación y la empatía (esa celebración narcisista de saber ponerse en el lugar del otro sin reconocer que en ese acto hay otra forma más de quitarle el lugar al otro: hay apropiación de voz, espacio, tiempo, de historia).

 

Por eso, la fertilidad del alcance cultural también depende de la propia comunidad cultural, la que no puede aspirar solo a ser planta permanente ni número seguro de esas políticas, de los relatos mainstream y propuestas performativas, sino que debe estar dispuesta a tensionar la convivencia entre lo institucional, lo popular y todo aquello que no se nombra, que es inenunciable, demás está decir, para darle espacio y oportunidad o para favorecer y facilitar no solo el surgimiento y desarrollo de acontecimientos culturales, sino todo acontecimiento contracultural. Ahí la parte del pacto democrático que le toca cumplir a la cultura.

 

Alguien tiene que discernir, decir no, perder, ceder, dejar pasar algo. Los que creen mucho en dar las batallas desde adentro quedan muy enamorados de las comodidades del “desde adentro”, y terminan creyéndose que su realidad cambiada está cambiándole la realidad a todos. Entender que la cultura como “herramienta de transformación de comunidades” requiere de gestas personales a pérdida es tener un carácter político que responda más bien a la etimología política, pero también es tener mucha valentía. Porque estamos hablando de un tipo de intervención e involucramiento que no tienen nada que ver con la participación, sino que es una ofrenda: es poner a pérdida la biografía personal (que nada tiene que ver con ceder el desarrollo personal, fundamental para que la comunidad organizada alcance su plenitud) a fin de ganar biografías sociales (las que habilitan y enriquecen por añadidura las personales). Así se empieza a tirar del hilo para desapropiar la cultura (devolverla a ese no lugar comunitario e histórico, no como condición de pasado sino en su condición utópica de crear un mañana emancipador) y transformar con ella las historias injustas en una de victorias y bien común.

 

En definitiva, por lo único que importa cuánto se repite que la cultura libera y transforma es para reconocer la demagogia, cuando no la mentira concreta. La cultura puede ser todo lo opuesto a la libertad y cualquier transformación que provoque no es una posibilidad positiva porque sí, por ser cultura. Los peores genocidios se hicieron en nombre de la libertad, del amor, de la transformación, y claro, en defensa de la cultura. El tema es la libertad, el amor, la transformación y la cultura según quién o quiénes, para qué, para quiénes.


Entonces: ¿por qué vaciamos las palabras, por qué vaciamos los conceptos, por qué repetimos como loros? ¿Por qué lo queremos todo absolutamente todo, por qué queremos estar en todas las fotos, o por qué llevamos vidas y obras que necesitan tanto de estar en todas las fotos? Porque la cultura efectista es así, y es ahí hacia donde no tenemos que ir nunca.

 

Con estas derivas podemos empezar a pensar las razones por las que en su momento se selló una fundación a la ciudad que se forma, y sobre todo pensar por qué estamos siendo invitados a festejar un tricentenario que es puro acto fariseo.

 

Defender la no fundación no implica no salir a festejar su formación. Implica hacerse cargo del desafío heredado (la tarea) y de la humildad necesaria para festejar una historia que no necesita de ninguna instrumentación. Los que necesitan esas instrumentaciones son otros, los que pasarán y quedarán incinerados por hacer agenda de lo que no ocurrió nunca para tapar lo que está ocurriendo en sus turnos públicos.

6. El devenir de formación a fundación es entonces la evidencia de la incapacidad no solo de continuar y seguir haciendo historia, sino de vivificar la biografía social. La evidencia de que no hay imaginación, no hay creación, no hay compromiso ni riesgo, no hay ansia ni propuesta emancipatoria. Parece como si se hubiera acabado el tiempo del nosotros histórico (que no tiene que ver solo con el pasado, sino con la calidad de vida presente y el cómo llegamos al futuro que queremos, si es que queremos).

 

No hay ofrenda, no hay nada a la vista, solo una cosa: la buena noticia de que ese devenir tiene nombres y apellidos, cargos, antecedentes. Tenemos sus caras. Lo que estoy diciendo es que ese devenir de formación a fundación no es el de la ciudad, ni el de la herencia y heredantes, ni el de sus anónimos herederos de todos los tiempos y los por venir, es solo el devenir de sus burócratas, el devenir que acusa el agotamiento de sus propias posibilidades.

 

Pero ya lo dijimos: todo cielo tiene su tiempo. Ya vendrá el de raíz rosarina y big bang: a lo agotado lo vomitará el río y de abajo de las baldosas saldrán las nuevas voces anónimas, que levantadas como árboles de vida ramificarán nuevas imaginaciones y unirán a los futuros con ese pasado formado, no fundado, que les es herencia (tarea, dulce tarea). Y Rosario acontecerá como lo viene haciendo desde solo Dios sabe cómo y cuándo, y lo hará guiada por La Libertad, que con sus tetas al aire ya supo vencer una y otra vez a los burócratas frágiles que la querían vestir.

ELOGIO DE LA FORMACIÓN (BIG BANG ROSARIO)