ADOPTÁ, NO FUNDES

por Pablo Suárez.

ADOPTÁ, NO FUNDES


Entre los historiadores -o los apasionados por la historia, que son muchos- circulan infinidad de clichés, lugares comunes, leyendas, hechos o personajes ciertos o inventados, o expresiones que son un código común al interior de esa comunidad. Por ejemplo, el moro de Quiroga, la nariz de Cleopatra, la máscara de Fernando VII. Todos sabemos más o menos a qué se alude con esos clichés. En el caso de la historia rosarina, tenemos algunos: el sillón de Culaciati, inmortalizado por Germinal Terrakius en los noventa, la intendencia de Carballo modificando los boulevards y jubilando -prematuramente- los tranvías, Usandizaga renunciando porque los vascos “son así” y en estos días, los emergentes trescientos años.


Yo me había topado con el tema durante la escritura de La ciudad Híbrida en 2021. No me pareció que revistiera mayor importancia, porque verdaderamente no era un tema que estuviera presente en la agenda de nadie en esos años. Incluso en una ciudad que le dedicó bastante a su Monumento y a su belgranismo, (quiero decir que en Rosario lo conmemorativo ha sido bien atendido) los trabajos sobre el Segundo Centenario no fueron relevantes en volumen. De hecho, hasta que comenzó a ocupar un lugar importante en la publicidad oficial, la idea de 1725 como momento fundacional no estaba instalada en el alma de la ciudad. Para nada. Es más, creo que hasta existía un cierto orgullo en esa carencia de fundación. Sobre todo porque reforzaba el imaginario que nos diferenciaba de Santa Fe. Elegiré una metáfora quizás incómoda, pero creo que a tono con la forma en que actualmente la gente se está relacionando con las mascotas. Me permito decir que Rosario y Santa Fe conforman un par dispar. Santa Fe ciudad es como esos perros -o un gato, elija el lector- de raza, imaginada, elegida y cuidada con todos los papeles de su linaje en regla. Por otro lado Rosario, es un animal rescatado del abandono, pero no por amor paternal, sino por la tenacidad de sus prestaciones. Ni siquiera fue adoptada para que acompañara a la otra (¡un recurso por el cual incluso alguna gente decide tener dos hijos!), sino como esos animalitos adoptados que se metieron en la casa de a poco. Una presencia ínfima y hambrienta que se arrimó al portal, se quedó, dio lástima, acercó alguna cosita, se hizo querer y hasta se hizo sentir útil toreando a algún merodeador sospechoso. Llegado un momento, la gran familia santafesina -viendo que ni siquiera los incendios y saqueos la terminaron de borrar del mapa- se resignó a su presencia y tras un tiempo durmiendo afuera, la dejó entrar. La alimentó, la cuidó, le puso un nombre con una chapita. Como pasa en esos casos -en el caso de la gente que le festeja el cumpleaños a las mascotas- ante la falta de certeza sobre el nacimiento se conmemora el día en que ingresó al hogar. Y ahí vale cualquier cosa, porque ¿quién se acuerda el momento preciso en que decidió adoptar una mascota?


Ahora bueno, preguntémonos ¿adoptada por quién? Pues por el poder político, por la economía confederal-nacional que le puso un ferrocarril y un puerto, y por todo lo que viene después de eso. La cultura, el arte, el delito, el deporte.

 

Y Rosario a partir de esa falta de origen in-cierto, y de esa certeza de saberse ni querida ni planeada, construyó su orgullo. Su identidad. Durmiendo en el patio, comiendo las sobras, creció más que su par, la deseada, la cuidada, la dueña real de la casa. Desde ese rol secundario con relación a Santa Fe -que por ejemplo durante décadas le enviaba los intendentes “llave en mano”- se armó una identidad propia, con una gran dosis de mala onda, de resentimiento, con la idea de que todos los que se le acercan lo hacen para conseguir algo que necesitan y que en su pueblo no tenían, trabajo, estudios, o un clima más abierto para ejercer su disidencia, en cualquiera de sus múltiples expresiones.


Hay una circunstancia que se enlaza con aquella particularidad del momento original de Rosario a la que considero funcional a la construcción de una identidad “chúcara”. Es el hecho de que el gran boom de Rosario haya sido protagonizado fundamentalmente por el comercio. Por eso, ante la ausencia de padres fundadores, los padres adoptivos de la ciudad -la gran mayoría de ellos comerciantes- a fines del siglo XIX bautizaron con su nombre a todo lo que no se movía. No pudieron fundar la ciudad, pero fundaron -más allá de la administración pública, que también detentaban- lo que hace a una ciudad: museos, calles, palacios, hospitales, parques.


Más allá de que aquí había algunas familias tradicionales, muchos de esos hombres notables adoptaron (nuevamente) a la ciudad-adoptada. Algunos más jóvenes, otros ya mayores. Ciro Echesortu llegó a los 8 años al país, Manuel Arijón a los 17, Carlos Casado a los 24, Juan Canals a los 21, Lejarza a los 27, Castagnino a los 33, Mr. Ross a los 32. Todos ellos primeros de su familia en arribar a Rosario, ninguno de ellos tenía historia anterior con el terruño. Gente sin linaje en una ciudad sin linaje. Tal para cual. Una ciudad que se tuvo que armar su lugar en la historia recibe a una serie de personajes que vinieron a hacerse un lugar, relegados de sus patrias. Pero mientras estos señores tenían que hacerse un lugar también tenían que hacer al lugar. Para crecer necesitaban una ciudad, pero esa ciudad tuvieron que hacerla. La hicieron.


Y así se armó la identidad rosarina, cargando con los resentimientos de los marginados y los orgullos de quienes aún marginados pudieron crecer y triunfar. Pero ¿cambia en algo tener una fecha para referenciar el origen de la ciudad? personalmente creo que no. Y que es más bien una excusa para hablar de la historia de la ciudad y esa es -por favor que esto no salga de acá- lo que el ghetto de los historiadores y divulgadores no profesionales celebramos. Aunque la tragedia de la pobreza y la violencia narco aún estén en nuestras calles, por unos meses el público se encontrará con artículos, actividades y eventos que hablarán de Rosario en perspectiva histórica y eso no debe pasar inadvertido para quienes vivimos abordando esos temas todo el tiempo.


Ya llegarán otros aniversarios a los que habrá que hacer justicia y dimensionar para “poner en valor” y fijar mojones -con la simpleza que siempre ofrecen los famosos acontecimientos extraordinarios- en nuestra historia. Las primeras conexiones ferroviarias, las epidemias de cólera del siglo XIX, la huelga general de 1901, el rosariazo, las inundaciones, la década del noventa -y ahí el orgullo rosarino recordará su desconexión del neoliberalismo reinante por entonces- o la tragedia de 2001, por mencionar algunas excepcionales.


Entonces, volviendo al comienzo, si no hubo un acontecimiento fundacional uno tiene derecho a preguntarse cuántas cosas pudieron haber pasado. Obviamente las posibilidades son infinitas y en ese sentido estos 300 años son una buena excusa para imaginar. Ayudar a pensar históricamente no es solamente armar contexto para conocer mejor lo que pasó, sino también construir un contexto lo más sólido posible para ponerlo al servicio de esa imaginación y para que a partir de allí el lector pueda construir un relato posible. Podés preguntarle al chat GPT, pero -además de que es más divertido- en ese acto creativo, se aprende a encontrar las conexiones que pueden haber faltado en el relato historiográfico de base.


El hecho de que el concepto “los orígenes de Rosario” sean una gran galera de mago, nos permite sacar tantas cosas como queramos. Para sorprendernos a nosotros mismos y para tratar de interactuar gentilmente con los demás, que al fin y al cabo para eso hacemos historia.

CENTRO CULTURAL CONTRAVIENTO
ADOPTÁ, NO FUNDES

por Pablo Suárez.

Entre los historiadores -o los apasionados por la historia, que son muchos- circulan infinidad de clichés, lugares comunes, leyendas, hechos o personajes ciertos o inventados, o expresiones que son un código común al interior de esa comunidad. Por ejemplo, el moro de Quiroga, la nariz de Cleopatra, la máscara de Fernando VII. Todos sabemos más o menos a qué se alude con esos clichés. En el caso de la historia rosarina, tenemos algunos: el sillón de Culaciati, inmortalizado por Germinal Terrakius en los noventa, la intendencia de Carballo modificando los boulevards y jubilando -prematuramente- los tranvías, Usandizaga renunciando porque los vascos “son así” y en estos días, los emergentes trescientos años.


Yo me había topado con el tema durante la escritura de La ciudad Híbrida en 2021. No me pareció que revistiera mayor importancia, porque verdaderamente no era un tema que estuviera presente en la agenda de nadie en esos años. Incluso en una ciudad que le dedicó bastante a su Monumento y a su belgranismo, (quiero decir que en Rosario lo conmemorativo ha sido bien atendido) los trabajos sobre el Segundo Centenario no fueron relevantes en volumen. De hecho, hasta que comenzó a ocupar un lugar importante en la publicidad oficial, la idea de 1725 como momento fundacional no estaba instalada en el alma de la ciudad. Para nada. Es más, creo que hasta existía un cierto orgullo en esa carencia de fundación. Sobre todo porque reforzaba el imaginario que nos diferenciaba de Santa Fe. Elegiré una metáfora quizás incómoda, pero creo que a tono con la forma en que actualmente la gente se está relacionando con las mascotas. Me permito decir que Rosario y Santa Fe conforman un par dispar. Santa Fe ciudad es como esos perros -o un gato, elija el lector- de raza, imaginada, elegida y cuidada con todos los papeles de su linaje en regla. Por otro lado Rosario, es un animal rescatado del abandono, pero no por amor paternal, sino por la tenacidad de sus prestaciones. Ni siquiera fue adoptada para que acompañara a la otra (¡un recurso por el cual incluso alguna gente decide tener dos hijos!), sino como esos animalitos adoptados que se metieron en la casa de a poco. Una presencia ínfima y hambrienta que se arrimó al portal, se quedó, dio lástima, acercó alguna cosita, se hizo querer y hasta se hizo sentir útil toreando a algún merodeador sospechoso. Llegado un momento, la gran familia santafesina -viendo que ni siquiera los incendios y saqueos la terminaron de borrar del mapa- se resignó a su presencia y tras un tiempo durmiendo afuera, la dejó entrar. La alimentó, la cuidó, le puso un nombre con una chapita. Como pasa en esos casos -en el caso de la gente que le festeja el cumpleaños a las mascotas- ante la falta de certeza sobre el nacimiento se conmemora el día en que ingresó al hogar. Y ahí vale cualquier cosa, porque ¿quién se acuerda el momento preciso en que decidió adoptar una mascota?


Ahora bueno, preguntémonos ¿adoptada por quién? Pues por el poder político, por la economía confederal-nacional que le puso un ferrocarril y un puerto, y por todo lo que viene después de eso. La cultura, el arte, el delito, el deporte.

 

Y Rosario a partir de esa falta de origen in-cierto, y de esa certeza de saberse ni querida ni planeada, construyó su orgullo. Su identidad. Durmiendo en el patio, comiendo las sobras, creció más que su par, la deseada, la cuidada, la dueña real de la casa. Desde ese rol secundario con relación a Santa Fe -que por ejemplo durante décadas le enviaba los intendentes “llave en mano”- se armó una identidad propia, con una gran dosis de mala onda, de resentimiento, con la idea de que todos los que se le acercan lo hacen para conseguir algo que necesitan y que en su pueblo no tenían, trabajo, estudios, o un clima más abierto para ejercer su disidencia, en cualquiera de sus múltiples expresiones.


Hay una circunstancia que se enlaza con aquella particularidad del momento original de Rosario a la que considero funcional a la construcción de una identidad “chúcara”. Es el hecho de que el gran boom de Rosario haya sido protagonizado fundamentalmente por el comercio. Por eso, ante la ausencia de padres fundadores, los padres adoptivos de la ciudad -la gran mayoría de ellos comerciantes- a fines del siglo XIX bautizaron con su nombre a todo lo que no se movía. No pudieron fundar la ciudad, pero fundaron -más allá de la administración pública, que también detentaban- lo que hace a una ciudad: museos, calles, palacios, hospitales, parques.


Más allá de que aquí había algunas familias tradicionales, muchos de esos hombres notables adoptaron (nuevamente) a la ciudad-adoptada. Algunos más jóvenes, otros ya mayores. Ciro Echesortu llegó a los 8 años al país, Manuel Arijón a los 17, Carlos Casado a los 24, Juan Canals a los 21, Lejarza a los 27, Castagnino a los 33, Mr. Ross a los 32. Todos ellos primeros de su familia en arribar a Rosario, ninguno de ellos tenía historia anterior con el terruño. Gente sin linaje en una ciudad sin linaje. Tal para cual. Una ciudad que se tuvo que armar su lugar en la historia recibe a una serie de personajes que vinieron a hacerse un lugar, relegados de sus patrias. Pero mientras estos señores tenían que hacerse un lugar también tenían que hacer al lugar. Para crecer necesitaban una ciudad, pero esa ciudad tuvieron que hacerla. La hicieron.


Y así se armó la identidad rosarina, cargando con los resentimientos de los marginados y los orgullos de quienes aún marginados pudieron crecer y triunfar. Pero ¿cambia en algo tener una fecha para referenciar el origen de la ciudad? personalmente creo que no. Y que es más bien una excusa para hablar de la historia de la ciudad y esa es -por favor que esto no salga de acá- lo que el ghetto de los historiadores y divulgadores no profesionales celebramos. Aunque la tragedia de la pobreza y la violencia narco aún estén en nuestras calles, por unos meses el público se encontrará con artículos, actividades y eventos que hablarán de Rosario en perspectiva histórica y eso no debe pasar inadvertido para quienes vivimos abordando esos temas todo el tiempo.


Ya llegarán otros aniversarios a los que habrá que hacer justicia y dimensionar para “poner en valor” y fijar mojones -con la simpleza que siempre ofrecen los famosos acontecimientos extraordinarios- en nuestra historia. Las primeras conexiones ferroviarias, las epidemias de cólera del siglo XIX, la huelga general de 1901, el rosariazo, las inundaciones, la década del noventa -y ahí el orgullo rosarino recordará su desconexión del neoliberalismo reinante por entonces- o la tragedia de 2001, por mencionar algunas excepcionales.


Entonces, volviendo al comienzo, si no hubo un acontecimiento fundacional uno tiene derecho a preguntarse cuántas cosas pudieron haber pasado. Obviamente las posibilidades son infinitas y en ese sentido estos 300 años son una buena excusa para imaginar. Ayudar a pensar históricamente no es solamente armar contexto para conocer mejor lo que pasó, sino también construir un contexto lo más sólido posible para ponerlo al servicio de esa imaginación y para que a partir de allí el lector pueda construir un relato posible. Podés preguntarle al chat GPT, pero -además de que es más divertido- en ese acto creativo, se aprende a encontrar las conexiones que pueden haber faltado en el relato historiográfico de base.


El hecho de que el concepto “los orígenes de Rosario” sean una gran galera de mago, nos permite sacar tantas cosas como queramos. Para sorprendernos a nosotros mismos y para tratar de interactuar gentilmente con los demás, que al fin y al cabo para eso hacemos historia.

ADOPTÁ, NO FUNDES